jueves, 30 de marzo de 2017

Lee Tierra salvaje

Un mes después de iniciar su búsqueda, se dio de bruces con el primero de sus enemigos. Se trataba de un hombre alto, desgarbado, de rostro cetrino y ojos oscuros,conocido como Will Williams. Al parecer, después del asalto al Siete Estrellas, la banda se había separado y cada cual había tomado su camino tras repartirse las ganancias por la venta de su hurto. 
Anochecía cuando Ken llegó al pueblo donde le dijeron que habían visto aWilliams. Entró en la cantina y preguntó por él. El dueño del local estudió sus duras facciones cuando lo interrogó; sus ojos se desviaron al revólver que lucía en la cadera derecha, demasiado bajo, y no se pensó mucho de qué lado estaba, conocía a un pistolero en cuanto lo veía.
—Habitación número tres —contestó—. ¿Le sirvo algo, amigo?
—Déjelo para luego.
En la cantina se había hecho un absoluto silencio. Varios pares de ojos lo observaban, pero nadie estuvo interesado en cortarle el paso cuando lo vieron dirigirse hacia la escalera. Un par de parroquianos abandonaron las mesas de juego, escabulléndose, temerosos de un enfrentamiento que pudiera pillarlos entre dos fuegos.
Ken subió despacio, saboreando el momento, sintiendo la sangre correr alocada por sus venas ante la perspectiva de encontrarse cara a cara con la primera de sus presas.
Se paró frente a la puerta indicada. Desde el interior del cuarto le llegaron risitas femeninas, junto a peticiones soeces de un hombre. Abrió la puerta de una patada, haciéndola rebotar contra la pared.
El sujeto que ocupaba la habitación estaba de pie, con los pantalones bajados, tratando de abrirse los calzones. Pegó un brinco al verlo aparecer.
—¡Qué demonios...!
—Oye, guapo —dijo la chica—, espera tu turno, aún no he terminado con este cliente.
Una sonrisa ladeada estiró los labios de Malory, pero en su mirada esmeraldina no había rastro de diversión.
Williams abrió los ojos como platos al verlo sacar el revólver. De pronto, le entró mucha prisa por volver a ponerse los pantalones.
—¡Hey, chico, cálmate! Si tanta prisa tienes, te cedo el sitio, pero guarda eso.
—¡Fuera! —ordenó Ken a la prostituta sin perderlo de vista a él.
Ella no replicó; como el dueño del salón, también sabía distinguir a los hombres, era su oficio, y el que tenía enfrente no admitía una negativa. Se subió el vestido, cubriéndose los pechos, y salió con premura.
—Coge tu pistola —dijo entonces Ken, enfundando la suya.
—¿Qué mosca te ha picado, muchacho? —preguntó el cuatrero, nervioso, acercándose al aparador sobre el que había dejado su arma—. Ni siquiera te conozco.
—¿Recuerdas a una muchacha morena y embarazada, Will?
El aludido tuvo un sobresalto pero, acostumbrado a una vida de peligro donde un segundo equivalía a seguir respirando o morir, no se preocupó de hacer más averiguaciones, estiró la mano, tomó su pistola y se volvió, listo para disparar.
Kenneth no le dejó ninguna oportunidad, su dedo índice apretó el gatillo y la bala se alojó en el vientre de su enemigo, que lanzó un grito al tiempo que su revólver se le escapaba de entre los dedos sin haber sido usado.
—Mi esposa te manda sus saludos, cabrón.
Sin hacer caso de los alaridos del herido pidiendo un médico, le dio la espalda y bajó la escalera. Ningún matasanos podría salvarle la vida a aquel desgraciado, que tardaría horas en irse al infierno.
En el salón no se oía ni una mosca. Nadie se atrevía a mirar de frente a aquel forastero alto, vestido de oscuro.
Ken se acercó a la barra.
—Whisky.
Mientras le servían, echó una ojeada al local, descubriendo a la muchacha que estaba arriba.
—¿Ha llegado a pagarte por tus servicios?
Ella, un tanto temerosa, negó.
Malory depositó un par de monedas para pagar la consumición y dejó un par de billetes sobre la desgastada madera del mostrador, empujándolos hacia la joven.
—Por las molestias, muchacha.
Vació su vaso de un trago y abandonó el local para dirigirse hacia la oficina del sheriff. Tenía que cobrar los quinientos dólares por la captura de Will Williams. «Vivo o muerto», rezaba el cartel pegado en el tablón de anuncios a la entrada del local.
—Por supuesto, muerto —dijo Malory para sí.

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