jueves, 2 de marzo de 2017

Lee Noches de Karnak

Solos, recorrieron los escasos metros y se internaron, medio agachados, las cabezas rozando el irregular techo del angosto corredor. Los sonidos del exterior desaparecieron y la gruta se hizo más estrecha. Por fin, Fernando se hincó de rodillas y ella le imitó cuando señaló el lugar en el que había encontrado la estatua.

—Esto parece... Parece...

—Sí. Es una estela, mi amor —acabó él, eliminando con sus propias manos despellejadas la tierra que cubría la piedra.

—¡Es la tumba! ¡Tiene que serlo, Fernando!

Eva se le abrazó, lágrimas de alegría surcando su cara tiznada. Él la estrechó con fuerza, besándola en la coronilla.

—Hay que avisar a los trabajadores. Debemos ampliar esta zona, dejar más espacio.

Ella le dio un sonoro beso en los labios.

—Esther tiene que ver esto —le dijo, entusiasmada—. Fernando, la niña tiene que verlo.

El chirrido de hierros les alertó a ambos, que se miraron extrañados. Un segundo después, se escuchó el estrépito de algo que caía y la gruta se inundaba de una nube de polvo que levantó la tierra al caer desde el exterior.

—¡Fernando!

El grito de Eva fue apagado por un nuevo desmoronamiento de tierra. La mano de su esposo la agarró de la muñeca y tiró de ella con tanta fuerza que sintió que se le descoyuntaba el hombro. Olvidando el dolor y sujetando la estatua de Set, se arrastró como pudo, tosiendo, acuciada por el polvo y la arena que obstruían su garganta. Le pareció que alguien gritaba desde arriba, que les llamaba. Pero los sonidos quedaron amortiguados por la nueva andanada de tierra que se les vino encima, cubriéndoles.

Rivet retrocedió, tirando siempre de ella, intentando buscar un lugar donde guarecerse.

El miedo paralizó a Eva unos instantes. Sus ojos, cegados por el polvo, echaron un rápido vistazo a la estatuilla y la apretó con más fuerza. No iba a dejarla allí por nada del mundo. Cayeron ante ellos toneladas de tierra que apagaron las lámparas y les sumieron en la total oscuridad. Se apretujaron en un recodo del túnel, luchando por respirar. Se abrazaron sin decir una palabra. Tampoco podían. El polvo lo cubría todo, les impedía respirar y la salida hacia el exterior ya no existía. En medio de la negrura, la mano de Eva buscó el rostro de su esposo y le acarició. Los labios masculinos dejaron un beso arenoso en sus dedos. Haciendo un esfuerzo para hablar, murmuró su nombre:

—Eva...

Fue su último aliento. La galería se derrumbó estrepitosamente, enterrándoles a ambos.

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