miércoles, 22 de marzo de 2017

Lee Magnolia

Bajó un escalón.

Luego otro.

Un tercero.

La palpitante luz de la llama apenas dejaba ver los peldaños, difuminando más que alumbrando el contorno de los muebles del sótano.

Magnolia tenía la boca seca y un dolor punzante en la boca del estómago.

No era miedo. ¿O sí? Se resistía a pensar que pudiera serlo; a fin de cuentas, había estado allí muchas veces, había pasado muchas horas en aquel lugar. Pero siempre había sido de día, cuando la mortecina luz del sol se filtraba por los ventanucos situados a nivel del techo. Aun así, no se tenía por una persona temerosa, más bien al contrario.

Nunca entendió por qué su difunto esposo había elegido el sótano del caserón para trabajar, cuando hubiera sido perfecto cualquiera de los cuartos de la casa, amplios y luminosos. Sus creaciones de orfebrería demandaban luz; sin embargo, el hombre con quien se casó, acuciada por la hambruna de su familia y un acoso despiadado, prefería restaurar y crear en aquella otra estancia que a ella siempre le provocaba escalofríos.

Por eso no había vuelto a bajar allí, a aquella catacumba húmeda y lúgubre, desde que…

Al pisar el último peldaño, las suelas de sus escarpines resbalaron en una pequeña mancha de aceite y a punto estuvo de caerse. Se le escapó una exclamación y afianzó la mano derecha en la carcomida barandilla, evitando el accidente en última instancia, pero sin poder sujetar la palmatoria, que cayó con un golpe seco al que siguieron ecos al rodar por el suelo.

Magnolia se quedó allí varada, casi sin respiración. La imagen de su difunto esposo ocupó una vez más su pensamiento. Fue ella quien lo encontró, hacía ya dos meses, cuando bajó a reunirse con él llevando bajo el brazo su caja de costura. A las cinco en punto de la tarde. Indefectiblemente, siempre a la misma hora y siguiendo idéntico ritual cada día. No podía saltarse la norma establecida por Roger. En cuanto terminaba de comer, su marido bajaba al sótano para trabajar y ella debía unírsele a la hora del té. Minutos después, exactamente cuando el reloj de la sala daba la hora y cuarto, la señora Merritt aparecía con la infusión y pastelillos de limón.

Ella había llegado a odiar esos dulces con toda su alma, pero eran los preferidos de Roger y en su casa nadie podía variar ni una sola de sus maniáticas costumbres.

La tarde en que lo encontró muerto al pie de la escalera había sido una de tantas, una más en su apática vida de casada. Cuando pudo reaccionar y mandar que llamasen a Lionel Arkinson, el médico de la familia Hunt desde que Roger nació, el anciano doctor sólo pudo confirmar lo que todos temían: al parecer, su marido había resbalado y se había golpeado la cabeza con uno de los brazos de una cruz que se encontró ensangrentada a su lado. A Magnolia le resultó obsceno que Roger hubiera perecido a causa de un objeto que significaba algo en lo que él que nunca creyó.

Notando que le temblaban las piernas, se dejó resbalar hasta quedar sentada en uno de los peldaños, con la oscuridad rodeándola como un manto frío. Sin vela, con la única claridad de la luna que atravesaba los ventanales esparciendo una pátina lechosa justo sobre el lugar donde encontró el cuerpo de su esposo, el sótano resultaba aún más tétrico. Incluso le pareció oír la risa chirriante y desagradable de Roger cuando se burlaba de ella y el corazón le comenzó a latir de forma errática. Se le humedecieron las manos y un hilillo de sudor le bajó de la sien a la barbilla, perdiéndose en el valle de sus senos.

Se obligó a relajarse.

–¡Por Dios, no eres una niña que tema la oscuridad! –se recriminó en voz alta, aunque a ella misma le sonó destemplada y medrosa.

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