jueves, 9 de febrero de 2017

Lee El Ángel Negro

La plataforma se transformó en algo dolorosamente real cuando entraron a buscarlos a ellos. Al ascender los desgastados escalones que los llevaban hacia la vergüenza, se oyó un murmullo de aprobación. No les extrañó: carne blanca y joven; sabían que no era frecuente la venta de esclavos blancos.

Diego clavó sus ojos castaños en los de su hermano mayor y Miguel adivinó tal desesperación y abatimiento en ellos, que hubiera dado la vida por evitarle el mal trago. Estar allí, a la vista de todos, apenas vestidos, los degradaba como seres humanos, convirtiéndolos en poco menos que animales. Miguel evitó aquella mirada suplicante y desvió sus ojos a la línea de cielo que aparecía entre las edificaciones, sobre las cabezas de aquellos que ofertarían por ellos. Cada poro de su piel transpiraba un odio furioso, global, que no tenía destinatario concreto. Algo apartado de las primeras filas, un sujeto sesentón los observaba con interés. Sus ojos, pequeños agujeros en un rostro mofletudo y enrojecido por el calor, se achicaron al oír vociferar al vendedor.

—¡Y ahora, damas y caballeros, lo mejor del lote! ¡Un par de españoles fuertes, jóvenes, vigorosos, dispuestos a trabajar en cualquier labor que se les encomiende!

Miguel apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. ¿Cómo sabían que eran españoles? —Me interrogaron mientras estabas inconsciente —le susurró Diego, dando respuesta a sus pensamientos.

Hablar sin permiso le costó una bofetada.

—¡Silencio!

A Miguel, el escarnio hacia su hermano le sublevó. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se lanzó de cabeza contra el patibulario subastador y, a pesar de sus manos atadas a la espalda, la colisión fue tan brusca que aquel desgraciado cayó de la tarima, levantando una risotada general. Antes de que se levantase, Miguel fue reducido por otro de los secuaces, que alzó sobre su cabeza un brazo armado con un látigo.

—¡Un momento! —se impuso la voz del gordo, como un graznido—. Voy a comprarlos, pero no quiero material dañado.

—¡Tío, por Dios! —dijo una muchacha a su lado.

Miguel le dedicó una mirada biliosa. O lo intentó. Porque no pudo fijarse más que en los cabellos dorados y los inmensos ojos azules de la joven, en los que se reflejaba algo muy parecido a la compasión.

Ella desvió la vista de inmediato, pero en su cerebro quedó clavada una mirada verde, furiosa y altanera. Le comentó algo al hacendado y, dando media vuelta, se perdió entre el gentío que atestaba la plaza.

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